Trump y Cuba
El nuevo presidente puede ser un mejor aliado de La Habana o un
adversario más burdo y frontal
RAFAEL ROJAS
22 NOV 2016 - 00:00 CET
El triunfo de Donald J. Trump carece de antecedentes en la historia
política de Estados Unidos. Nunca antes había ganado la elección
presidencial un político tan poco político como el magnate de Nueva
York, ni tan alejado de la cúpula de cualquiera de los dos partidos
hegemónicos. Trump no ha sido ni legislador estatal ni federal, ni
gobernador ni funcionario y su clara alineación con los republicanos es
tan reciente como el año 2012, cuando apoyó la candidatura de Mitt
Romney contra la reelección de Barack Obama.
En el año 2000 Trump intentó lanzarse por una tercera fuerza política,
pero hasta bien avanzada la década hizo contribuciones financieras a
campañas electorales tanto demócratas como republicanas. Aquel intento
de quebrar la hegemonía bipartidista lo asoció, en un inicio, con las
experiencias de Theodore Roosevelt en 1900, George Wallace en 1968 o
Ross Perot en 1992 y 1996. Finalmente, ganó la nominación del Partido
Republicano, en unas primarias encarnizadas, y fue electo gracias a la
maquinaria electoral de la derecha institucional de Estados Unidos.
La identidad política de Trump, hasta ahora, debe más a su retórica
racista, xenófoba y misógina que a un programa de gobierno. Las promesas
de la campaña electoral —el muro, las deportaciones, el Obamacare, el
TLCAN, el TPP…— estaban puestas en función de reforzar su imagen
populista. En la transición de gobierno, el presidente electo ha
moderado algunos despropósitos —ha prometido, por ejemplo, respetar los
compromisos internacionales de Estados Unidos—, pero sigue siendo
difícil imaginar cómo conducirá su relación con Rusia y China, Europa y
América Latina.
Con Cuba, por ejemplo, Trump ha asumido, en menos de 20 años, tres
posiciones distintas. A fines de los noventa intentó violar el embargo
comercial por medio de inversiones en el área hotelera y de casinos en
resorts cubanos. Al inicio de esta campaña presidencial dijo que no
rechazaba el restablecimiento de relaciones con la isla, pero que
lograría un "mejor acuerdo" que el de Obama. Y ya en el tramo final de
la contienda, seduciendo el voto republicano duro de los
cubanoamericanos, ofreció revertir la política de los demócratas hacia
La Habana.
La mayoría republicana en ambas cámaras del Congreso es tanto un soporte
como un dique para la presidencia de Trump. Aunque Barack Obama produjo
el giro en la política hacia Cuba por medio de acciones ejecutivas, es
muy probable que más de la mitad del poder legislativo rechace una
revocación del descongelamiento diplomático. Los representantes y
senadores de la Florida, que se reeligieron en bloque, presionarán a
favor de una marcha atrás, pero el nuevo liderazgo del Departamento de
Estado deberá sopesar sus prioridades.
Si, como algunos expertos anticipan, predomina el ángulo realista y
pragmático de la política exterior de Washington, es probable que Trump
continúe la actual estrategia de la Casa Blanca. La pregunta es si
concederá mayor centralidad a la situación de los derechos humanos, como
se insinuaba en el programa de gobierno de Hillary Clinton, o si optará
por una vía más acorde con el entendimiento proteccionista con regímenes
autoritarios, rivales de Europa, como Rusia, que le ha ganado las
simpatías de Vladímir Putin, aliado a toda prueba de los Castro.
Es evidente que en La Habana se contemplan todos los escenarios, como se
desprende de la felicitación que envió Raúl Castro a Trump, poco después
de que lo hiciera el mandatario ruso. Por lo pronto, el Gobierno cubano
ha anunciado nuevas maniobras militares, pero, a la vez, ha hecho un
alto en la ascendente retórica contra el sentido supuestamente
intervencionista de la política de Obama. Trump puede resultar
cualquiera de las dos cosas: un mejor aliado del régimen o un adversario
más burdo y frontal. En una u otra variante, La Habana sale ganando.
Si la nueva Administración decide, en vez de acelerar o dar marcha atrás
al proceso de normalización diplomática, mantenerlo en un punto neutro,
tal vez no sea del todo negativo para el avance del sector no estatal,
la autonomización de la sociedad civil y, eventualmente, la democracia
en Cuba. Sin la amenaza de la persuasión liberal de los demócratas, las
reformas podrían salir del inmovilismo que le interpone la burocracia, y
sin una vuelta al viejo e irrentable expediente del embargo y el
aislamiento internacional, el conservadurismo ideológico tendría mayores
dificultades para reproducirse.
Rafael Rojas es historiador.
Source: Diplomacia EE UU: Trump y Cuba | Opinión | EL PAÍS -
http://elpais.com/elpais/2016/11/21/opinion/1479730796_734611.html
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