Temblor: historia negra del mercado negro
LIANET FLEITES | Santa Clara | 14 de Julio de 2017 - 13:42 CEST.
Hay, en Cuba, una mujer que vive en un temblor.
No esa clase de temblores parkinsonianos, sino un temblor como de salto
en la raíz del estómago.
Esta mujer es, al mismo tiempo, 11 millones de personas. Esta mujer es
la patología nacional reducida a una forma, un cuerpo, un nombre. Ella
es el sobresalto.
Duerme, se asea, se divierte. Se alimenta y defeca con la dignidad que
exigen estos dos actos. Podría decirse que vive con cierto confort. Para
conseguirlo, primero, se gana la vida. Lo hace con esa gimnasia
magistral de todos los cubanos. Ella transporta muchos kilos de ropas
desde destinos que no exigen visado a los cubanos y, aunque a estos
mercaderes les llaman mulas, ella es una equilibrista.
Desde el 1 de enero de 2014 ya no tiene red de seguridad que amortigüe
su caída. La Aduana General de la República implementó las resoluciones
206, 207 y 208; mientras que el Ministerio de Finanzas y Precios puso en
vigor su resolución 300, para regular las importaciones de productos
como ropas y misceláneas que entraban al país en volúmenes escandalosos
con el fin de ser comercializados. Nuestro Estado guardián nos salva del
enriquecimiento y nos aleja del pestilente lucro.
Las autoridades aduaneras y el Departamento de Política Arancelaria del
Ministerio de Finanzas y Precios, en conferencia de prensa, aseguraron
que cuidaban con estas medidas la economía nacional, estimulaban la
industria textil cubana e invitaban (más bien, obligaban) a la compra en
la red minorista estatal. Tal vez, estos funcionarios, no eran
histriones sino personas optimistas que creían posible la realización de
sus aspiraciones.
Al cabo de dos años y medio de implementarse la ley, la economía cubana
avanza hacia su fosilización, no existe algo parecido a una industria
textil nacional, y las tiendas estatales exhiben modelos atractivos solo
para algunos anticuarios y antropólogos osados. Los equilibristas, por
su parte, avanzan con más cuidado, con sus mercancías a cuestas, sobre
los finos hilos portuarios que conectan a Moscú y La Habana, o a
Georgetown con Santa Clara.
Entender las lógicas del Ministerio de Comercio Exterior para abastecer
de ropa particularmente horrible su cadena de tiendas minoristas, podría
resultar un ejercicio seductor en tanto disfrutemos la farsa como género
dramático. Sin embargo, la mujer que vive en un temblor, a pesar de
representar en este texto la encarnación del mercado negro nacional,
existe. Y me interesa comprender su mecanismo de supervivencia.
"No sé si tú me entiendes, pero yo no puedo darte esa entrevista. No te
me pongas bravita. Yo no creo que tú vayas a resolver nada. No sé si tú
me entiendes."
El esposo tiene el físico de los líderes. Escogió un oficio que no le
hace honor a esa condición natural, y probablemente lo sufra
íntimamente: es barbero. Intercala su discurso con fumaradas y eleva el
tono en lo que él cree son frases contundentes. Me habla de economía
centralizada, "todo va a parar al Estado", dice. Me alecciona:
"Ellos compran barato en zonas francas. Ropa mala. Ropa fea, por eso es
muy barata. Con la nueva ley que regula la entrada de ropas, no tienen
competencia. Hay que producir la ropa en Cuba, dicen ellos. Sin embargo,
no te dejan importar la materia prima y tampoco te la venden acá."
Avanza en su monólogo mientras yo me consumo en una butaca. Finjo no
saber. A veces, en verdad, no sé de lo que habla.
"Es como el turismo. Los hoteles pertenecen a las Fuerzas Armadas. Son
los dueños. Ellos controlan el capital circulante."
Repite "capital circulante", junto a "negocito", o "inversores". Todo
esto, en medio del vapor amarillo que concentran unas persianas de
vidrio. El mediodía en su estado gaseoso. La mujer permanece hermética;
el hombre, pedagógico. Por detrás llega un zumbido de turbina de agua.
La escena tiene algo de alucinación.
Ella ha viajado a Ecuador —cuando este destino no exigía visado para los
cubanos—. Diez días en la Guyana —recientemente— y un número nada
desdeñable de mujeres se abasteció de lencería en Santa Clara. Enumerar
los artículos que se comercializan a través de este tráfico ilegal, es
un acto inútil. En unos días volará a Moscú. Ella teme por esta
entrevista. Ella vive en un temblor, pero vive. El miedo es su estado
natural.
"Eso siempre se filtra."
Ella me lanza a la cara una verdad que deshace mis tesis, sacude los
puntos de partida de mi investigación, le da un puntapié a cualquier
percepción de la realidad que me haya creado:
"¿Para qué?"
Para qué.
Frente a su conocimiento, desluzco, me vuelvo una ingenua entusiasta de
la justicia. Ella ha captado un ritmo antiguo que marca el Estado, desde
sus encartonadas instituciones, y que incluye a cada cubano dentro de la
coreografía.
Desarmar el mercado negro cubano, buscar fisuras, culpar al Estado,
destapar escándalos de corrupción, glorificar héroes anónimos que
sobreviven a la depredación diaria desde la honradez, son maniobras
mentirosas, que alimentan únicamente la vanidad del periodista.
El barbero y su esposa traficante de ropas son solo la muestra bajo la
lupa en medio de una situación de anuencia colectiva. Ellos, como los 11
millones de cubanos, saben. Saben de los generales y coroneles que
administran los conglomerados más importantes del país, que controlan el
turismo. Saben del capital que circula a oscuras, a espaldas del pueblo.
Operaciones justificadas, precisamente, con un modelo económico
centralizado, donde los ingresos se revierten al área de servicios
públicos, solo que los propios ciudadanos ignoran las formas de
distribución de estos ingresos. Saben que las ropas disparatadas que
cuelgan en las perchas de tiendas minoristas tienen una función
simbólica, no existen por una voluntad estatal de vestir al pueblo o de
producir ingresos. Nadie se viste en las tiendas estatales.
La circulación de ropa importada no generará crisis alguna. No deprimirá
la venta en las tiendas recaudadoras de divisa. La crisis ya estaba ahí.
De hecho, el tráfico ilícito es el resultado natural frente al
desabastecimiento. Prohibir la compraventa de ropa no avivará la
industria textil nacional. El Estado prohíbe pero deja abierta una
brecha para esta forma de intercambio subterráneo. Lo hace con toda
consciencia. Dentro de la rigidez legal, hay una aparente indulgencia
para que sobrevivas en esa franja movediza al margen de las normas
jurídicas.
La traficante de ropa piensa en el consenso (la puesta en escena en que
participamos todos: el Estado y los ciudadanos) como su sobrevida. Sin
embargo, detrás del retablo, el Estado maneja los hilos. La aparente
indulgencia no es otra cosa que su mecanismo de ejercer el control, los
hilos, la varilla del títere, el sobresalto sin el que ya no podemos
vivir. El temblor.
Source: Temblor: historia negra del mercado negro | Diario de Cuba -
http://www.diariodecuba.com/cuba/1500032578_32558.html
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